Progresistas
y salarios
Por: Paul krugman
Hillary Clinton dio su primer gran discurso sobre
economía el pasado lunes, y los progresistas se han mostrado satisfechos en
general. Porque el mensaje primordial de Clinton ha sido que el Gobierno
federal puede y debe usar su influencia para conseguir que aumenten los
salarios.
Los conservadores, sin embargo —al menos los que
han podido dejar de gritar “¡Bengasi! ¡Bengasi! ¡Bengasi!” durante el tiempo
suficiente para prestar atención— parecen desconcertados. Creen que Ronald
Reagan demostró que el Gobierno es el problema, no la solución. De modo que,
¿no estaba Clinton reviviendo el difunto “paleoliberalismo”? ¿Y no sabemos que
la intervención gubernamental en los mercados tiene consecuencias indirectas
terribles?
No, ni lo ha revivido ni sabemos tal cosa. De
hecho, el discurso de Clinton reflejaba cambios importantes, sobradamente
respaldados por pruebas, sobre lo que sabemos acerca de qué determina los
salarios. Y una conclusión fundamental derivada de esos nuevos conocimientos es
que las políticas públicas pueden ayudar mucho a los trabajadores, sin atraer
la cólera de la mano invisible.
Antes, muchos economistas pensaban en el mercado
laboral como algo muy similar al resto de los mercados, donde los precios de
las distintas clases de trabajo —es decir, las tasas salariales — estaban
plenamente determinados por la oferta y la demanda. Así que si los salarios de
muchos trabajadores se han estancado o reducido, debe de ser porque la demanda
de sus servicios se está reduciendo.
En concreto, la opinión general era que el aumento
de la desigualdad se debía a los cambios tecnológicos, que estaban
incrementando la demanda de trabajadores muy cualificados y devaluando el
trabajo poco cualificado. Y no había mucho que las políticas pudieran hacer
para modificar esa tendencia, aparte de ayudar a los trabajadores con salarios
bajos mediante subvenciones como las deducciones sobre el impuesto de la renta.
Todavía escuchamos a distintos analistas que no se
han puesto al día invocar esta historia como si fuese una verdad evidente. Pero
el razonamiento de que el “cambio tecnológico condicionado por la
cualificación” es la causa principal del estancamiento salarial se ha venido
abajo en gran medida. En particular, un nivel elevado de formación no es
ninguna garantía de unos ingresos más altos; por ejemplo, los sueldos de
quienes acaban de licenciarse en la universidad, ajustados según la inflación,
llevan 15 años sin subir ni bajar.
Mientras tanto, lo que sabemos acerca de la determinación
de los salarios se ha visto transformado por una revolución intelectual —y no
es ninguna exageración— propiciada por una serie de estudios notables sobre lo
que sucede cuando un Gobierno modifica el salario mínimo.
Hace más de dos décadas, los economistas David Card
y Alan Krueger se dieron cuenta de que cuando un estado concreto eleva el
salario mínimo profesional, lleva a cabo un experimento práctico con el mercado
laboral. Mejor aún, es un experimento que proporciona un grupo de control natural:
los estados vecinos que no suben el salario mínimo. Card y Krueger aplicaron su
descubrimiento al análisis de lo que sucedía en el sector de la comida rápida
—donde los efectos del salario mínimo deberían ser más acusados— después de que
Nueva Jersey incrementase el salario mínimo pero Pensilvania no lo hiciese.
Subir el sueldo mínimo no tiene por qué reducir la
cantidad de puestos de trabajo
Antes del estudio de Card y Krueger, la mayoría de
los economistas, yo incluido, daban por sentado que el aumento del salario
mínimo tendría un claro efecto negativo sobre el empleo. Pero ellos
descubrieron que, en todo caso, el efecto era positivo. Sus resultados se han
confirmado posteriormente gracias a los datos de muchos episodios. No hay
ninguna prueba de que el incremento del salario mínimo reduzca el número de
puestos de trabajo, al menos cuando el punto de partida es tan bajo como el de
Estados Unidos en la actualidad.
¿Cómo es esto posible? Hay varias respuestas, pero
la más importante probablemente sea que el mercado laboral no es como el
mercado de, por ejemplo, el trigo, porque los trabajadores son personas. Y como
son personas, se obtienen beneficios importantes, incluso para el empresario,
cuando se les paga más: tienen la moral más alta, cambian menos de trabajo y
son más productivas. Estos beneficios compensan en gran medida el efecto
directo del aumento del coste de la mano de obra, así que elevar el salario
mínimo no tiene por qué reducir la cantidad de puestos de trabajo.
La conclusión más evidente de esta revolución
intelectual es, lógicamente, que debemos aumentar el salario mínimo. Pero hay
también otras inferencias más generales: si nos tomamos en serio lo que hemos
aprendido de los estudios sobre el salario mínimo, nos daremos cuenta de que
dicho salario no es importante solo para los trabajadores peor pagados.
Porque los empresarios siempre se enfrentan a los
pros y contras de seguir una estrategia de sueldos bajos o de sueldos altos,
por ejemplo, entre el modelo tradicional de Walmart (pagar tan poco como sea
posible y aceptar que los trabajadores cambien muy a menudo y tengan baja la
moral) y el modelo de Costco (sueldos y beneficios más altos que traen consigo
una mano de obra más estable). Y hay muy buenos motivos para pensar que las
políticas públicas pueden, de distintas formas — incluso facilitando que los
trabajadores se organicen—, empujar a más empresas a optar por la estrategia de
los buenos sueldos.
De modo que tras el discurso de Hillary había mucho
más de lo que la mayoría de los analistas pensaban, según sospecho. Y para
quienes intentan poner pegas señalando que parte de lo que ha dicho difiere de
las ideas que imperaban cuando su marido era presidente, la cosa es que muchos
progresistas han cambiado de opinión en respuesta a las nuevas pruebas
empíricas. Es una experiencia interesante; los conservadores deberían probarla
alguna vez.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
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